Durante la conquista de los territorios
del Cono Sur en el siglo XVI, se impone en Latinoamérica un modelo de cristiandad
construyendo una esfera en la que Iglesia y Estado se superponen en funciones y
en simbología.
Más adelante, el proceso
independentista, debilita las estructuras de la Iglesia, pero no cambia
sustancialmente los fundamentos de las relaciones entre los poderes civil y
eclesiástico. A partir de la consolidación de los Estados nacionales, entre
fines del siglo XIX y principios del XX, se afirma la separación entre las
instancias política y religiosa en el plano institucional. Sin embargo, los
Estados nacionales se erigen construyendo la esfera de lo público en detrimento
de otros espacios institucionales. Se dictan normas tendientes a recortar la
regulación eclesiástica sobre la sociedad y a colocar espacios sociales bajo la
regulación estatal (Brasil, Argentina, Uruguay), en el contexto de un ideal
Liberal.
Pero la religiosidad de las sociedades,
continúa impregnada de catolicismo, en una modalidad de religiosidad popular,
mezclada a veces con creencias autóctonas y poco controlada por la institución.
En el sur de América Latina, la Iglesia no aplica homogéneamente el modelo
parroquial de ocupación del territorio propuesto por el Concilio de Trento en
el siglo XVI, y crece en los núcleos urbanos y en los espacios rurales, en
forma desigual, considerados como demasiado vastos, despoblados y salvajes para
justificar una inversión en personal eclesiástico. Así, entre la población
rural y los habitantes de las periferias de las ciudades, se difunde una
religiosidad que mezcla elementos católicos con creencias pre-colombinas y
africanas.
En las décadas del 20’ al 30´, el
modelo liberal de organización socio-política entra en crisis. El catolicismo
integral propone un modelo de neo-cristiandad que es bien aceptado en la
mayoría de los países del Cono Sur. Logra volverse hegemónico, siguiendo la
línea propuesta por el Vaticano, y propone la ocupación del Estado y de la
sociedad civil a partir de diferentes movimientos: por un lado, se consolidan y
difunden las organizaciones laicas (como la Acción Católica), con el objetivo
de formar cuadros dirigentes católicos capaces de ocupar espacios sindicales,
políticos, universitarios; la iconografía religiosa se reproduce en el espacio
urbano y en los edificios públicos (crucifijos en hospitales y en las aulas de
las escuelas, imágenes de vírgenes en tribunales, ministerios y comisarías).
Es decir, la Iglesia católica se vuelve
una referencia ineludible al legitimar políticas públicas, tejiendo con el
poder político y con otros actores, como las Fuerzas Armadas y en ocasiones los
sindicatos, alianzas que la posicionan en lugares de influencia respecto de los
poderes estatales. Conviven en este proceso lógicas co-presentes en
combinaciones variadas en las mismas situaciones, que generan formas de
creencia (y de increencia) tradicionales, asociadas con religiosidades
centradas en el individuo y con construcciones institucionales racionalizadas.
El campo de las creencias en el Cono
Sur de América está marcado por la doble dinámica de la ruptura del monopolio
católico y de la pluralización del campo religioso. Se trata de dos movimientos
que modelan las sociedades latinoamericanas, abriendo espacios en donde la
creencia y la increencia se combinan en configuraciones originales. Uno de los
fenómenos más significativos de acuerdo a los cientistas sociales en las
últimas décadas, es que se ha fragmentado el monopolio católico. La Iglesia
católica, que históricamente marcó los límites de lo creíble, organizando los
marcos de las creencias, ha perdido este lugar central para dar paso a un
paisaje en el que otros actores religiosos reclaman sus espacios de poder y de
definición de lo legítimo y de lo creíble.
Pero la presencia de grupos no
católicos no es nueva en América del Sur: históricamente, el protestantismo ha
permanecido asociado a grupos de inmigrantes, y los indígenas, africanos deportados
y sus descendientes. El monopolio católico no se refiere solamente a la
presencia única de lo católico como sistema de creencias, sino a su capacidad
de crear y sostener un imaginario que ubica a la institución en el lugar de
garante de la autenticidad de las creencias.
El monopolio del catolicismo se ha
centrado en América Latina, no ya en la regulación efectiva y cotidiana de la
vida de los feligreses por parte de la autoridad eclesiástica, sino en el lugar
social sostenido por la Iglesia, que le permite afirmar lo que es lícito creer
en un momento determinado. Es precisamente este lugar que hoy es contestado
desde opciones religiosas no católicas y que nos permite hablar de ruptura del
monopolio católico.
Es posible abordar este fenómeno de la
ruptura del monopolio católico desde diversos ángulos. El primero, es la baja
progresiva de los porcentajes de población que se define como católica.
El descenso del porcentaje de los
católicos se asocia al crecimiento de otras opciones no católicas de la
creencia. Entonces la posibilidad de que otras voces religiosas se vuelvan
opciones válidas en un espacio público habitualmente dominado por el discurso
católico, es un indicio más del resquebrajamiento de la hegemonía católica.
El crecimiento del cristianismo
pentecostal ha conocido una gran progresión en todos los países del Cono Sur. El
espacio del cristianismo se ha ampliado, diversificado y especificado.
Ampliado, porque la población que se define como evangélica ha crecido en todos
los países en los últimos treinta años. Diversificado, porque son más los
grupos pentecostales fundados en los países del Cono Sur. Y especificado,
porque al interior del campo cristiano las diferencias entre los grupos
protestantes históricos, los grupos evangélicos pentecostales y otros grupos
cristianos o para-cristianos, como los Mormones y los Testigos de Jehová, se
han vuelto más claras.
Otro de los aspectos de la
pluralización del campo religioso es la nueva mirada social hacia las creencias
religiosas de grupos social, cultural y económicamente subordinados, los
indígenas y los negros. El candomblé, la umbanda, las creencias de mapuches,
aymaras, guaraníes y coyas, han ocupado un espacio dentro del campo religioso
del Cono Sur.
También se ha producido un aumento en
personas que son “creyentes sin religión”, pero sin embargo se les puede
denominar “creyentes a su manera”. Las instituciones religiosas proporcionan
símbolos y rituales, pero la religiosidad de grupos e individuos no termina de
encuadrarse dentro de los límites que éstas proponen.
En los países del Cono Sur, marcados
por la presencia histórica del catolicismo, la desinstitucionalización es
especialmente evidente en referencia a la Iglesia católica. El campo se
pluraliza y se reconfigura y surgen expresiones nuevas de religiosidad también
al interior del catolicismo.
Para enfrentar el polo de la individualización,
la Iglesia genera respuestas modulables, que dependen, en gran medida, del
especialista religioso que asume el cumplimiento de las directivas. Así, es
posible identificar entre los especialistas religiosos actitudes diferenciadas
respecto de la comunión de los divorciados, del bautismo de los hijos de
parejas casadas en segundas nupcias, de la utilización de preservativos y de la
planificación familiar. Las respuestas a las situaciones particulares son
plurales: desde el sacerdote que expulsa de la comunidad parroquial a las
parejas que tuvieron relaciones pre-matrimoniales, a los eclesiásticos que
trabajan con organizaciones no gubernamentales dedicadas a la prevención del
SIDA.
Las comunidades católicas por su parte,
presenta nudos de sociabilidad intensa. Proponen un sistema de regulaciones que
los sujetos cumplen estrictamente, hecho que se vuelve posible gracias a que
los individuos afirman su pertenencia a los grupos por elección voluntaria y no
sólo por herencia. Enfatizan ciertos rasgos específicos, que generalmente los
llevan a cuestionar ciertos principios de la gestión eclesiástica.
La existencia de comunidades
especificadas al interior del catolicismo ilustra un proceso de
desinstitucionalización, fruto de la fragmentación de la identidad católica global
sostenida por la Iglesia. Esta pérdida de influencia de la Iglesia católica
respecto del control centralizado de su feligresía no implica, sin embargo, ni
la disolución de la institución, que sigue jugando importantes roles en la escena
pública, ni la baja de los niveles de pertenencia nominal a la Iglesia. Pero
esta pertenencia no se estructura más sobre un modelo uniforme de control de
los fieles que la institución no puede ya garantizar.
La circulación, o el nomadismo
religioso, está fuertemente relacionada con el proceso de la
desinstitucionalización: es la extensión del “creer sin pertenecer”, producto,
a su vez, de la pluralización de las opciones de la creencia y de la pérdida de
influencia de las instituciones religiosas.
En un paisaje religioso fluido y
fragmentado, en el que diferentes organizaciones católicas, evangélicas,
afro-brasileñas disputan un espacio complejo, los sujetos se consideran más
como “cuentapropistas” religiosos, que elaboran sus trayectorias eligiendo los
compromisos a asumir o a no asumir y los grupos y las instituciones en las
cuales buscar bienes simbólicos y materiales.
Pensar
las relaciones entre el espacio de lo religioso y el espacio de lo político.
Lo religioso en América Latina siempre se
ha resistido a ser restringido a una esfera de acción independiente de las
otras esferas de actividad humana, con reglas propias de funcionamiento. El
proceso de diferenciación de las esferas descripto por Max Weber (1998), que
caracteriza a la modernidad occidental, asume en América Latina rasgos
peculiares.
Analizar los campos político y
religioso en América Latina implica reconocer un doble carácter para el vínculo
entre religión y política: una relación de competencia y de complementariedad
que, según los problemas sociales, anclará más la relación en uno de los dos
polos. Competencia, en el sentido de que religión y política siguen designando
esferas diferenciadas de actividad; complementariedad, porque la religión
valora lo político como un recurso que puede capitalizar para sí misma, y lo
político reconoce que puede extraer de lo religioso un plus de sentido para la
organización social. Esto hace que se generen acuerdos y negociaciones que
involucran actores heterogéneos.
La religiosidad está presente, como
trasfondo, en una multitud de movimientos sociales, culturales y políticos:
sindicatos, partidos políticos oficialistas y de oposición reivindican sus raíces
cristianas y juegan sus diferencias con las estructuras jerárquicas de la
Iglesia, en un continuum que va de la búsqueda de alianzas al distanciamiento y
a la disputa.
La participación en espacios religiosos
y la creencia que esta acción conlleva tienen que ver, no solamente con el
compromiso en actividades cultuales sino con la inclusión en movimientos
sociales que asumen un formato religioso y que son portadores de demandas
heterogéneas.
Una serie de factores se conjugan para
que a principios del siglo XXI esta característica del espacio religioso, como
uno de los lugares en el que se expresan demandas sociales y políticas y se
construyen y profundizan redes de contención, se mantenga y se vuelva más
compleja. El cambio en la dirección de las políticas estatales a partir de los
años 70, con la adopción de estrategias neo-liberales de gestión de lo público
en la mayoría de los países de Latinoamérica, implicó la profunda
transformación del rol del Estado, que sin dejar de marcar su presencia en la
vida de las organizaciones y de los individuos refuerza el rol de policía, en
desmedro del ejercicio de políticas de desarrollo y asistencia. Se crea, así,
un círculo en el cual el aumento de los niveles de pobreza y marginalidad
durante el último cuarto del siglo XX se suma a la falta de políticas públicas
de salud, empleo y educación que, a su vez, profundizan el círculo de la
pobreza y la marginación.
El crecimiento numérico y la
profundización de las condiciones adversas de los sectores de la población
sometidos a la pobreza y a la marginalidad provocan también un empobrecimiento
de las redes de ayuda mutua, y aparecen nuevas formas de búsqueda de recursos,
y un nuevo modo de satisfacción de las necesidades de subsistencia comienza a
cristalizarse. Aparecen el recurso al trabajo precario y temporario de la
economía informal, que proporciona escasos e irregulares ingresos; las redes
familiares; los (escasos) planes asistenciales del Estado y de las redes
políticas, y el recurso a la asistencia de las iglesias y los grupos
religiosos. La combinación de estas opciones, proporciona espacios en los que
la gestión de la supervivencia se asocia a la formación de espacios de
participación.
Por otro lado, en este contexto en el
que es puesta en juego la construcción misma de la ciudadanía, lo político,
como espacio de participación, de construcción de demandas y de pertenencias,
sufra un descrédito prolongado, y que surjan otros lugares simbólicos en los
que se construyen identidades sociales y se expresan las demandas hacia los
poderes gobernantes. Es decir que, frente a situaciones de falencias en los
sistemas de asistencia social del Estado, los grupos religiosos, católicos y
también evangélicos pentecostales y otros, desarrollan redes más o menos
institucionalizadas de sostén de los sectores más carenciados.
Ahora bien, a la presencia de la Iglesia
católica en el campo de lo social se han sumado otros actores en un campo
religioso diversificado. Los grupos evangélicos pentecostales, por ejemplo,
proponen a sus fieles una intensa vida en comunidad que, rápidamente, se
convierte en una red de apoyo material y simbólico frente a situaciones de
desamparo. Las políticas asistencialistas de las iglesias pentecostales han
crecido en la década de los 90, ya que la acción política de base de los grupos
religiosos se orienta fundamentalmente hacia la resolución de necesidades.
El desarrollo de políticas
asistencialistas de los actores religiosos más antiguamente o más recientemente
instalados en las escenas nacionales se combina con renovados intentos de
ocupar espacios en la escena pública.
En conclusión, el campo religioso en
América Latina es un espacio cuyas fronteras son porosas y se superponen con
las de otros campos sociales. Y si bien el aumento de la población que se declara
no creyente y no perteneciente a religión alguna es constatable, también es
posible identificar reformulaciones en las atribuciones de sentido y
reinterpretaciones de universos simbólicos cercanos que dan, como resultado,
instancias de participación religiosa de gran vitalidad.
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