sábado, 18 de febrero de 2017

Transformaciones en el campo religioso del Cono Sur según Béliveau, Mallimaci y Panotto


Durante la conquista de los territorios del Cono Sur en el siglo XVI, se impone en Latinoamérica un modelo de cristiandad construyendo una esfera en la que Iglesia y Estado se superponen en funciones y en simbología.

Más adelante, el proceso independentista, debilita las estructuras de la Iglesia, pero no cambia sustancialmente los fundamentos de las relaciones entre los poderes civil y eclesiástico. A partir de la consolidación de los Estados nacionales, entre fines del siglo XIX y principios del XX, se afirma la separación entre las instancias política y religiosa en el plano institucional. Sin embargo, los Estados nacionales se erigen construyendo la esfera de lo público en detrimento de otros espacios institucionales. Se dictan normas tendientes a recortar la regulación eclesiástica sobre la sociedad y a colocar espacios sociales bajo la regulación estatal (Brasil, Argentina, Uruguay), en el contexto de un ideal Liberal.

Pero la religiosidad de las sociedades, continúa impregnada de catolicismo, en una modalidad de religiosidad popular, mezclada a veces con creencias autóctonas y poco controlada por la institución. En el sur de América Latina, la Iglesia no aplica homogéneamente el modelo parroquial de ocupación del territorio propuesto por el Concilio de Trento en el siglo XVI, y crece en los núcleos urbanos y en los espacios rurales, en forma desigual, considerados como demasiado vastos, despoblados y salvajes para justificar una inversión en personal eclesiástico. Así, entre la población rural y los habitantes de las periferias de las ciudades, se difunde una religiosidad que mezcla elementos católicos con creencias pre-colombinas y africanas.

En las décadas del 20’ al 30´, el modelo liberal de organización socio-política entra en crisis. El catolicismo integral propone un modelo de neo-cristiandad que es bien aceptado en la mayoría de los países del Cono Sur. Logra volverse hegemónico, siguiendo la línea propuesta por el Vaticano, y propone la ocupación del Estado y de la sociedad civil a partir de diferentes movimientos: por un lado, se consolidan y difunden las organizaciones laicas (como la Acción Católica), con el objetivo de formar cuadros dirigentes católicos capaces de ocupar espacios sindicales, políticos, universitarios; la iconografía religiosa se reproduce en el espacio urbano y en los edificios públicos (crucifijos en hospitales y en las aulas de las escuelas, imágenes de vírgenes en tribunales, ministerios y comisarías).

Es decir, la Iglesia católica se vuelve una referencia ineludible al legitimar políticas públicas, tejiendo con el poder político y con otros actores, como las Fuerzas Armadas y en ocasiones los sindicatos, alianzas que la posicionan en lugares de influencia respecto de los poderes estatales. Conviven en este proceso lógicas co-presentes en combinaciones variadas en las mismas situaciones, que generan formas de creencia (y de increencia) tradicionales, asociadas con religiosidades centradas en el individuo y con construcciones institucionales racionalizadas.




El campo de las creencias en el Cono Sur de América está marcado por la doble dinámica de la ruptura del monopolio católico y de la pluralización del campo religioso. Se trata de dos movimientos que modelan las sociedades latinoamericanas, abriendo espacios en donde la creencia y la increencia se combinan en configuraciones originales. Uno de los fenómenos más significativos de acuerdo a los cientistas sociales en las últimas décadas, es que se ha fragmentado el monopolio católico. La Iglesia católica, que históricamente marcó los límites de lo creíble, organizando los marcos de las creencias, ha perdido este lugar central para dar paso a un paisaje en el que otros actores religiosos reclaman sus espacios de poder y de definición de lo legítimo y de lo creíble.

Pero la presencia de grupos no católicos no es nueva en América del Sur: históricamente, el protestantismo ha permanecido asociado a grupos de inmigrantes, y los indígenas, africanos deportados y sus descendientes. El monopolio católico no se refiere solamente a la presencia única de lo católico como sistema de creencias, sino a su capacidad de crear y sostener un imaginario que ubica a la institución en el lugar de garante de la autenticidad de las creencias.

El monopolio del catolicismo se ha centrado en América Latina, no ya en la regulación efectiva y cotidiana de la vida de los feligreses por parte de la autoridad eclesiástica, sino en el lugar social sostenido por la Iglesia, que le permite afirmar lo que es lícito creer en un momento determinado. Es precisamente este lugar que hoy es contestado desde opciones religiosas no católicas y que nos permite hablar de ruptura del monopolio católico.

Es posible abordar este fenómeno de la ruptura del monopolio católico desde diversos ángulos. El primero, es la baja progresiva de los porcentajes de población que se define como católica.

El descenso del porcentaje de los católicos se asocia al crecimiento de otras opciones no católicas de la creencia. Entonces la posibilidad de que otras voces religiosas se vuelvan opciones válidas en un espacio público habitualmente dominado por el discurso católico, es un indicio más del resquebrajamiento de la hegemonía católica.

El crecimiento del cristianismo pentecostal ha conocido una gran progresión en todos los países del Cono Sur. El espacio del cristianismo se ha ampliado, diversificado y especificado. Ampliado, porque la población que se define como evangélica ha crecido en todos los países en los últimos treinta años. Diversificado, porque son más los grupos pentecostales fundados en los países del Cono Sur. Y especificado, porque al interior del campo cristiano las diferencias entre los grupos protestantes históricos, los grupos evangélicos pentecostales y otros grupos cristianos o para-cristianos, como los Mormones y los Testigos de Jehová, se han vuelto más claras.

Otro de los aspectos de la pluralización del campo religioso es la nueva mirada social hacia las creencias religiosas de grupos social, cultural y económicamente subordinados, los indígenas y los negros. El candomblé, la umbanda, las creencias de mapuches, aymaras, guaraníes y coyas, han ocupado un espacio dentro del campo religioso del Cono Sur.

También se ha producido un aumento en personas que son “creyentes sin religión”, pero sin embargo se les puede denominar “creyentes a su manera”. Las instituciones religiosas proporcionan símbolos y rituales, pero la religiosidad de grupos e individuos no termina de encuadrarse dentro de los límites que éstas proponen.

En los países del Cono Sur, marcados por la presencia histórica del catolicismo, la desinstitucionalización es especialmente evidente en referencia a la Iglesia católica. El campo se pluraliza y se reconfigura y surgen expresiones nuevas de religiosidad también al interior del catolicismo.

Para enfrentar el polo de la individualización, la Iglesia genera respuestas modulables, que dependen, en gran medida, del especialista religioso que asume el cumplimiento de las directivas. Así, es posible identificar entre los especialistas religiosos actitudes diferenciadas respecto de la comunión de los divorciados, del bautismo de los hijos de parejas casadas en segundas nupcias, de la utilización de preservativos y de la planificación familiar. Las respuestas a las situaciones particulares son plurales: desde el sacerdote que expulsa de la comunidad parroquial a las parejas que tuvieron relaciones pre-matrimoniales, a los eclesiásticos que trabajan con organizaciones no gubernamentales dedicadas a la prevención del SIDA.

Las comunidades católicas por su parte, presenta nudos de sociabilidad intensa. Proponen un sistema de regulaciones que los sujetos cumplen estrictamente, hecho que se vuelve posible gracias a que los individuos afirman su pertenencia a los grupos por elección voluntaria y no sólo por herencia. Enfatizan ciertos rasgos específicos, que generalmente los llevan a cuestionar ciertos principios de la gestión eclesiástica.

La existencia de comunidades especificadas al interior del catolicismo ilustra un proceso de desinstitucionalización, fruto de la fragmentación de la identidad católica global sostenida por la Iglesia. Esta pérdida de influencia de la Iglesia católica respecto del control centralizado de su feligresía no implica, sin embargo, ni la disolución de la institución, que sigue jugando importantes roles en la escena pública, ni la baja de los niveles de pertenencia nominal a la Iglesia. Pero esta pertenencia no se estructura más sobre un modelo uniforme de control de los fieles que la institución no puede ya garantizar.

La circulación, o el nomadismo religioso, está fuertemente relacionada con el proceso de la desinstitucionalización: es la extensión del “creer sin pertenecer”, producto, a su vez, de la pluralización de las opciones de la creencia y de la pérdida de influencia de las instituciones religiosas.
En un paisaje religioso fluido y fragmentado, en el que diferentes organizaciones católicas, evangélicas, afro-brasileñas disputan un espacio complejo, los sujetos se consideran más como “cuentapropistas” religiosos, que elaboran sus trayectorias eligiendo los compromisos a asumir o a no asumir y los grupos y las instituciones en las cuales buscar bienes simbólicos y materiales.

Pensar las relaciones entre el espacio de lo religioso y el espacio de lo político.

Lo religioso en América Latina siempre se ha resistido a ser restringido a una esfera de acción independiente de las otras esferas de actividad humana, con reglas propias de funcionamiento. El proceso de diferenciación de las esferas descripto por Max Weber (1998), que caracteriza a la modernidad occidental, asume en América Latina rasgos peculiares.

Analizar los campos político y religioso en América Latina implica reconocer un doble carácter para el vínculo entre religión y política: una relación de competencia y de complementariedad que, según los problemas sociales, anclará más la relación en uno de los dos polos. Competencia, en el sentido de que religión y política siguen designando esferas diferenciadas de actividad; complementariedad, porque la religión valora lo político como un recurso que puede capitalizar para sí misma, y lo político reconoce que puede extraer de lo religioso un plus de sentido para la organización social. Esto hace que se generen acuerdos y negociaciones que involucran actores heterogéneos.

La religiosidad está presente, como trasfondo, en una multitud de movimientos sociales, culturales y políticos: sindicatos, partidos políticos oficialistas y de oposición reivindican sus raíces cristianas y juegan sus diferencias con las estructuras jerárquicas de la Iglesia, en un continuum que va de la búsqueda de alianzas al distanciamiento y a la disputa.

La participación en espacios religiosos y la creencia que esta acción conlleva tienen que ver, no solamente con el compromiso en actividades cultuales sino con la inclusión en movimientos sociales que asumen un formato religioso y que son portadores de demandas heterogéneas.

Una serie de factores se conjugan para que a principios del siglo XXI esta característica del espacio religioso, como uno de los lugares en el que se expresan demandas sociales y políticas y se construyen y profundizan redes de contención, se mantenga y se vuelva más compleja. El cambio en la dirección de las políticas estatales a partir de los años 70, con la adopción de estrategias neo-liberales de gestión de lo público en la mayoría de los países de Latinoamérica, implicó la profunda transformación del rol del Estado, que sin dejar de marcar su presencia en la vida de las organizaciones y de los individuos refuerza el rol de policía, en desmedro del ejercicio de políticas de desarrollo y asistencia. Se crea, así, un círculo en el cual el aumento de los niveles de pobreza y marginalidad durante el último cuarto del siglo XX se suma a la falta de políticas públicas de salud, empleo y educación que, a su vez, profundizan el círculo de la pobreza y la marginación.

El crecimiento numérico y la profundización de las condiciones adversas de los sectores de la población sometidos a la pobreza y a la marginalidad provocan también un empobrecimiento de las redes de ayuda mutua, y aparecen nuevas formas de búsqueda de recursos, y un nuevo modo de satisfacción de las necesidades de subsistencia comienza a cristalizarse. Aparecen el recurso al trabajo precario y temporario de la economía informal, que proporciona escasos e irregulares ingresos; las redes familiares; los (escasos) planes asistenciales del Estado y de las redes políticas, y el recurso a la asistencia de las iglesias y los grupos religiosos. La combinación de estas opciones, proporciona espacios en los que la gestión de la supervivencia se asocia a la formación de espacios de participación.

Por otro lado, en este contexto en el que es puesta en juego la construcción misma de la ciudadanía, lo político, como espacio de participación, de construcción de demandas y de pertenencias, sufra un descrédito prolongado, y que surjan otros lugares simbólicos en los que se construyen identidades sociales y se expresan las demandas hacia los poderes gobernantes. Es decir que, frente a situaciones de falencias en los sistemas de asistencia social del Estado, los grupos religiosos, católicos y también evangélicos pentecostales y otros, desarrollan redes más o menos institucionalizadas de sostén de los sectores más carenciados.

Ahora bien, a la presencia de la Iglesia católica en el campo de lo social se han sumado otros actores en un campo religioso diversificado. Los grupos evangélicos pentecostales, por ejemplo, proponen a sus fieles una intensa vida en comunidad que, rápidamente, se convierte en una red de apoyo material y simbólico frente a situaciones de desamparo. Las políticas asistencialistas de las iglesias pentecostales han crecido en la década de los 90, ya que la acción política de base de los grupos religiosos se orienta fundamentalmente hacia la resolución de necesidades.

El desarrollo de políticas asistencialistas de los actores religiosos más antiguamente o más recientemente instalados en las escenas nacionales se combina con renovados intentos de ocupar espacios en la escena pública.

En conclusión, el campo religioso en América Latina es un espacio cuyas fronteras son porosas y se superponen con las de otros campos sociales. Y si bien el aumento de la población que se declara no creyente y no perteneciente a religión alguna es constatable, también es posible identificar reformulaciones en las atribuciones de sentido y reinterpretaciones de universos simbólicos cercanos que dan, como resultado, instancias de participación religiosa de gran vitalidad.

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